Entre 1884 y 1914 dos nuevas fuentes de energía consiguieron destronar al carbón: el petróleo y la electricidad. El uso de esta última cambió la ubicación de las empresas y su organización interna, a la vez que comportó el descenso del precio de la energía, propiciando un aumento de la productividad. Además de su uso industrial, la electricidad tuvo numerosas aplicaciones: en las comunicaciones (teléfono, telégrafo, radio), en el transporte (tranvía, metro, ferrocarril eléctrico...), en la iluminación (bombilla) y en el ocio (cine, fonógrafo...).
La explotación comercial del petróleo comenzó en 1859 en EEUU. Inicialmente fue utilizado para la iluminación, pero los avances en su destilación hicieron posible ampliar su uso (lámparas, lubricantes, calefacción...). Pero la aplicación más importante fue en el transporte gracias a su uso como combustible.
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Primer tranvía eléctrico de Madrid (1898) |
En los decenios centrales del siglo XIX se construyeron las principales redes ferroviarias de Europa y en las ciudades aparecieron los tranvías y el metro. A partir de los años setenta se mejoró la técnica de construcción de buques y la navegación acortó la duración de los viajes. Además, la apertura de nuevos canales, como el de Suez (1869) y el de Panamá (1914), acortó distancias y estimuló el comercio marítimo.
La invención del pedal (1865) y del neumático (1888) hicieron posible la aparición de la bicicleta. Pero lo que realmente revolucionó el transporte fue el automóvil. El ingeniero alemán Karl Benz desarrolló el primer automóvil con gasolina en 1885, y a partir de 1900 se inició su producción masiva en Francia (Armand Peugeot) y en EEUU (Henry Ford).
Las primeras décadas del siglo XX conocieron también el desarrollo de la aviación. El primer vuelo de avión lo realizaron los hermanos Wright en 1903, aunque fue a partir de 1909 cuando la aviación se convirtió en un fenómeno industrial y militar.
A finales del siglo XIX el avance tecnológico pasó a ser el resultado de la cooperación de un número elevado de especialistas agrupados en laboratorios de investigación. Como resultado de estas investigaciones se descubrieron nuevos productos o aplicaciones de otros poco utilizados hasta entonces, como el vidrio, las fibras artificiales, el caucho, los tintes químicos, los abonos químicos y el aluminio. La industria siderúrgica conoció una gran expansión gracias a la producción masiva de acero y aluminio, y la metalúrgica ampliaba su horizonte con la nueva industria del automóvil. El sector químico también tuvo un gran impulso con la creación de nuevos productos (abonos, tintes, fibras...).
Las grandes inversiones necesarias para financiar las innovaciones tecnológicas dieron lugar a un rápido proceso de concentración empresarial. Sólo las grandes empresas eran capaces de hacer frente a la guerra de precios y a la competencia. De esta forma, mediante fusiones, absorciones y acuerdos fueron apareciendo verdaderos gigantes empresariales.
Surgieron nuevas formas de organización del trabajo, como el
taylorismo, consistente en organizar la producción en serie a través de cadenas de montaje. Aparecieron las grandes superficies comerciales que ofrecían una gran variedad de productos, y surgió el sistema de venta a plazos y mediante préstamos bancarios. El comercio internacional también experimentó un gran crecimiento entre 1850 y 1914